martes, 9 de septiembre de 2008

Un descafeinado, por favor



El bar llevaba años cerrado, mostrando al exterior una puerta medio oxidada y repleta de carteles desteñidos a medio arrancar, donde se podían distinguir los conciertos de las fiestas de todos estos años.

Para el transeúnte solo se trataba de una antigua taberna cerrada hacia mas tiempo del que era posible recordar, vestigio de una época de pequeños bares de barrio, antes de las relucientes cadenas franquiciadas.

Cada día sin falta a la llegada de las primeras luces, un hombre trajeado abría con sus llaves la puerta, para salir discretamente un rato después, cabeza gacha y mirada vidriosa, aunque nadie reparara en él.

Los viejos del lugar recuerdan aún cuando se cerró el bar y se trasladaron sus partidas de domino y tute, pero claro, quién les suele escuchar, o aprender de sus experiencias.

Se trató de un escándalo de barrio, modesto como todo en aquellas calles, y el viejo Jeremías pasó por el hospital, aunque ninguno fuera capaz de sentir rencor por la dueña.
La anciana era presa del mismo enemigo que tantos de ellos, aquel que ataca en la oscuridad y con engaños te arrebata lo mas preciado, tus recuerdos y la propia esencia de tu ser.

Apenas podía distinguir unos envases de otros, agudizados los males por su falta de vista, fueron necesarios varios lavados de estomago para restaurar los males causados.

El bar fue cerrado de inmediato, acabando con el ultimo vestigio de vida que le quedaba a la señora Brígida, quedando recluida en la vivienda posterior al bar y que tenia su entrada en la puerta de al lado, aunque pocos lo supieran.

Su hijo iba allí todos los días, con sol lluvia o nieve.
Siempre pedía un descafeinado de sobre tras cerrar la llave de la puerta.
Y cada mañana ella se lo servia sin reconocerle, hablándole de la escasez de clientela, de lo oscuro que debía estar el cielo por la poca luz que entraba.

El vigilaba lo que le echaba, y antes había depositado en la barra un sobre de café y un cartón de leche fresca, pero aún rara vez se lo tomaba.

Cuando se iba dejaba en el platillo la parte que tocaba ese día de su pensión, y saludaba al levantarse a su asistenta que llegaba por la parte de la vivienda.

Brígida estaba acompañada cada minuto del día, ya fuera por su asistenta o familiares, pero todos entraban por la vivienda, tan solo su hijo pequeño continuaba la obra de teatro de ser su único cliente.

Esa había sido su vida tantos años, y sacarla de allí seria la muerte, entre extraños aunque fuera con sus seres cercanos.
Era mejor atenderla allí, y la sonrisa que dedicaba a su único cliente cada mañana era suficiente pago, aunque no supiera jamás quien era, ni siquiera que era la misma persona cada día.



Es curioso, pero este texto, después de rondar varios días por mi cabeza y escribirlo en la libreta, hubiera jurado que también lo había subido aquí.
Sin embargo he visto que no era así, se había vuelto discreto como el hijo de Brígida.