miércoles, 19 de septiembre de 2007

El pacto

La desesperación de una interminable fila que no avanza como cualquiera querría.
Una patada a una piedra, cargada con el infantil resentimiento por no poder hacer lo que se desea en ese momento, plegándose a los designios de los adultos.
Escenas casi cotidianas, habituales en una aglomeración de gente, y sin embargo todo empezó de una forma tan absurda.

La piedra, parte de la base de un pilar que ha resistido siglos, se desprende repentinamente, descubriendo un pergamino, imposiblemente conservado al amparo de la fría roca.

Documento de ancestrales ignominias, relato desesperado de una alma torturada, prueba de una traición, y una firma, maldita una y mil veces, escrita en sangre y lagrimas, sellada con el dolor.

Ira, rabia, sentimientos que se cuecen en el interior a fuego lento, aumentando la presión de nuestros pensamientos, hasta que la espita revienta y salen al exterior.

El control que se pueda tener de los mismos forma parte de nosotros tanto como el limite de presión que nuestra cabeza es capaz de aguantar antes de soltar agua hirviendo, y lo lento o rápido que es capaz de enfriarla, o si necesitamos aportes exteriores para reponer la calma.
Nadie es ajeno a que su limite sea sobrepasado, por estas u otras emociones.

Cuentan las crónicas que el pequeño pueblo minero agotó las vetas preciosas, venas por la que latía su vida, sus gentes morían de hambre mientras el dinero corría a las cruzadas, en dirección a causas más sagradas que sus almas.

De repente apareció, un elemento de paz, hermosa escultura, belleza ancestral que nunca traspasó los muros del museo, símbolo universal de prestigio para una ciudad a la que salvó de la extinción.

Siglos después, en plena era de las maquinas, su cara angelical seguía surtiendo de peregrinos, ahora armados de cámaras en lugar de lanzas, y sobre todo de abundantes bolsas.
Arte, religión, historia, misterio, negocio, se fundían en su figura, supervivencia.

Y de repente sale a la luz el contrato que la originó, pacto maldito de todos los moribundos habitantes de aquel paraje inhóspito, receta de perdición para una virgen, nacida del pecado, hija de la profesión más antigua, y condenada sin motivo.

Si el cielo no les escuchaba, lo haría el infierno, tan solo una vez, una reliquia capaz de desviar las miradas y salvar al resto. Un sacrificio por el bien de la comunidad.

Aterrados, investigadores de todo el mundo corrieron a los pies de la macabra atracción, análisis sin fin que sepultaron la superstición en la noche del olvido.
Era imposible encerrar un alma en una estatua, una vida dormida por los ríos del tiempo, que tan solo alcanzaría la orilla durante las noches de luna nueva, en la completa oscuridad, cuando cada 7 ciclos necesitaría el néctar de un recién nacido para perpetuar el pacto.

Vampira de leyenda, que no podía existir, era imposible que muriera un niño en su cuna cada periodo marcado, por más que lo dijeran los registros.
Anales de diferentes hospitales que nunca antes fueron cruzados, pero cuyo resultado debía ser casual, pues en otras ocasiones también llegaba el infortunio, aunque nunca fuera tan regular en su frecuencia.

El pueblo la traicionó, afirmando acogerla pese a los pecados de su madre, el mismo párroco fue quien encabezó la conspiración, buscando el canje, un alma por el futuro de todos.

La alcaldía redacto el documento que todos firmaron con su sangre, y tan solo faltaba una gota, la de la victima, drogada al efecto, pero en el ultimo instante, su inocencia se rebelo, ella que jamás había cometido maldad alguno los maldijo a todos, por las generaciones que vendrán, una vida por luna nueva, y cada 7 la de un recién nacido.

Ese fue el coste que ella exigió del diablo por salvar la comarca, por convertirse en la obra de arte perfecta, aquella que maravillaría al mundo, que lloraría sangre en la era de los prodigios e hipnotizaría almas por siempre.

Evidentemente nadie pudo probar la superchería, y el documento aunque datara efectivamente de la edad media seria fruto de mentes calenturientas, pero nada podrá borrar de la mente de los guardas del museo la sensación de pavor.
Cuando se fijan en su cara por las noches casi pueden ver las arrugas de la edad en el blanco mármol y sus ojos parecen dotados de la tristeza de los siglos de cautividad.
Pero lo peor sucede cada luna nueva, cuando algunos afirman haber visto refulgir esos mismos ojos de ira y rabia.
Al menos, eso es lo peor confesado, ninguno de los guardas ha mencionado jamás nada sobre las noches malditas, una de cada 7, y sus rostros se tornan pálidos mientras balbucean incoherencias y tratan de cambiar de conversación con urgencia.

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