miércoles, 7 de enero de 2009

Las guerras magicas (I): Advenimiento



Los científicos están relativamente acostumbrados a que muchos experimento no obtengan los resultados esperados, la ciencia requiere de mucha experimentación y pruebas fallidas para explorar todas las posibilidades.

Tampoco son ajenos a las casualidades y sorpresas, no en vano, una gran cantidad de grandes descubrimientos han provenido en la historia de accidentes y experimentos que buscaban cosas muy alejadas.
Incluso las catástrofes son algo con lo que se debe convivir demasiado a menudo en el trabajo de laboratorio.

Pero si hay algo que podía acabar con los nervios templados en mil y un experimentos de Phillip Lance Silverlake, jefe de los laboratorios a las afueras de Salisbury, era esa roca enorme que repentinamente se había abierto paso a través del suelo, por no decir que una espada reluciente se recortara entre la nube de polvo que inundaba todo el espacio.

La gente Coria de un lado a otro, sin mucha idea de lo que hacían, tan solo alejarse del fenómeno, liberar tensiones y pretender retomar el control de unas vidas momentáneamente suspendidas en la incertidumbre.
Desde luego, no se puede decir que la situación de las comunicaciones favoreciera que el personal recobraba la calma, sin que el teléfono diera señal, los interfonos impedían alertar a los miembros de seguridad, y el panel de alarmas brillaba como si fuera un árbol de navidad, avisando de situaciones absolutamente imposibles, sobre todo por que salvo el destrozo evidente, todas las demás piezas de experimentos estaban en una absoluta e imposible tranquilidad, como si los efectos científicos se hubieran detenido, aguantando la respiración en espera de acontecimientos.

Quizás debían ser 5 minutos de caos absoluto lo que llevaban sufriendo, pero su reloj se había pasmado, clavado en el mismo instante que todo se fue por el desagüe.

Ajeno a los infructuosos intentos de sus compañeros, se dirigió impasible al exterior, donde el dantesco espectáculo cobraba tintes aun mas descabellados, con ultramodernos automóviles estrellados en los árboles y otros que se tambaleaban erráticos sobre la calzada.

El mismo edificio, ultima vanguardia de la inteligencia aplicada, y que prácticamente hubiera sido capaz de operar y funcionar sin intervención humana parecía herido de muerte, emitiendo sus quejas en forma de columnas de humo y multitud de zumbidos y pitidos.

La garita del viejo guardia del parking había constituido un afrenta en la inmaculada presencia del recinto, único recinto sin conexión a Internet, ¡ni tan siquiera instalación eléctrica!.
El escocés encargado de la entrada de coches, terco como una mula se resistía a los avances del mas elemental sentido común, y cada vez que se había intentado tender el cableado eléctrico aparecía misteriosamente averiado, robado por los sin techo o incluso mordido por una cabra, que sabe dios y las malditas gaitas como habría llegado allí.

Sin embargo, ese vetusto cuartucho, era la única insignificante construcción que en estos momentos parecía encontrarse en paz consigo misma, tan ajena al resto del mundo como lo había estado en otros tiempos.
Al asomarse se encontró al veterano guarda escuchando la cochambrosa radio a pilas que solo sintonizaba AM, su única concesión al mundo tecnológico, como si del santo grial se tratase.
De forma más entrecortada de lo habitual, la radio trataba de explicar un panorama irreal, en el que toda la tecnología estuviera fracasando, como si los electrones se hubieran declarado en huelga, rebelándose a la cohesión de la materia.
Siglos de raciocinio se estaban diluyendo, mientras el periodista alertaba a quien pudiera escucharle que se alejaran de cualquier aparato electrónico del que dependieran su integridad.

Era dudoso que los avisos sobre aviones estrellados, satélites inoperativos o internet apagada tranquilizaran a alguien. Demonios, si los microondas nos estaban recordando lo mucho que dependíamos de ellos.

Atónito, el científico se vio absorbido por las noticias, que ni siquiera sabían cuanto durarían, la FM había desaparecido hacia minutos, y la AM empezaba a perder alcance, mientras las pilas iban dejando patente su falta de operatividad, en el volumen decreciente del aparato, hasta quedar en silencio.

Arthur McAllister, señor de aquella garita, y responsable supremo de la subida y bajada de un listón de madera, previa visión de un pedazo de plástico, se levanto, visiblemente dolorido de sus articulaciones, atusándose una barba blanca y desaliñada, pero con los ojos clavados en el moribundo edificio acristalado que resguardaba.

Sus pasos, temblorosos por simples motivos de capacidad física de su maltrecho cuerpo, pero visiblemente decididos en espíritu se encaminaron a la puerta, sin ser estorbado por la marabunta de gente que huía despavorida, todavía tratando de utilizar sus inútiles móviles.

Phillip no podía creer todo lo que estaba sucediendo, la información que llegaba a su cerebro era improcesable para sus neuronas entrenadas y disciplinadas.
Años de tamizar probabilidades y datos, extrayendo realidades y desechando sueños, para llegar a un escenario producto de su peor pesadilla, y allí estaba él, bloqueado mirando aquella puerta como si estuviera esperando el santo chip de silicio dispuesto a reparar los dogmas de la ciencia en comunión con un cáliz de compuestos químicos.

Sin embargo, nada, ni sus más locos y enterrados sueños de adolescencia le hubiera podido preparar para ver salir la figura de un hombre orgulloso, de rubia barba y ataviado como una mala película de época, con reluciente cota de mallas y adornado por los símbolos de la arcana Bretaña en su pecho.
Pero sobre todo, en su mano la espada que tantos gorilas de seguridad trataran de separar de una roca en su laboratorio hace ¿minutos, horas, vidas,...?
Y sus ojos, orgullosos, en un cuerpo fuerte, pero que inconfundiblemente habían sido propiedad de su antiguo guarda del parking.

Los meses siguientes no arreglaron la situación, la ciencia y la tecnología los habían abandonado, huyendo despavoridos ante la resurrección de la magia en el mundo.
Donde sino en las afueras de Salisbury, cerca del místico Stonehenge podría haber sucedido el advenimiento de la nueva era de la magia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joé, desbordando imaginación, como siempre!

Kaos Baggins dijo...

bueno, que llevo dos semanas empapandome de leyendas arturicas a tutiplen