miércoles, 31 de octubre de 2007
Espinas marchitas
Empezó a llover a través de la ventana en un mundo ajeno, lejano y frío, tan solo roto por el reflejo de un rostro desconocido, de expresión tan triste como si fuera el último ser vivo sobre la tierra.
Pese a que podría decirse que había vuelto a nacer hacía unas horas, su mente divagaba y no tenía muy claro si miraba aquella cara extraña, los tejados asépticos o los recuerdos borrosos por la lluvia de toda la gente que habitaba su memoria.
En especial el recuerdo de ella, tan frágil como si de un soplido se tratara y una palabra olvidada o dicha a destiempo fuera a romper el hechizo que la hacia visible, que unía sus huesos a aquel corazón increíblemente capaz de romper cualquier muro.
Ya antes del sueño perdió su rastro, sin explicación o motivo aparentemente, simplemente se canso de verle y le dijo adiós.
La palabra más amarga que nunca escuchó, aquella que entra brusca e hiriente, pero que además se afinca inmutable, aportando su acidez al aire por más tiempo del que podría imaginar.
Tras aquello los acontecimientos sobrevinieron y desarmado fue incapaz de vivir, aquejado de una enfermedad que corroía su espíritu y corazón.
La realidad es que ahora se debía enfrentar a su cobardía sin las armaduras que había ido creando a su alrededor, que le protegían del mundo y que una sola palabra derribo con el estruendo de la feroz tormenta encerrada en un presentimiento.
Impotentes de ver apagar la llama, los doctores le sometieron a todos los tratamientos que pudieron imaginar, hasta decidir probar con la criogenización, esperanzados en encontrar la cura algún día.
El acompañaba con una media sonrisa irónica cada firma de aceptación de responsabilidad por los tratamientos, incluida la final, que en realidad seria su atajo de escape de esa zorra melosa de la vida, que pretendía retenerle contra su voluntad.
Y así fue por los siglos en que durmió feliz en el olvido, hasta que un medico radiante le informó en el despertar que había sido inoculado con el suero de la eternidad, descubierto por una sociedad más avanzada tecnológicamente de lo que su mente comprendía, pero que había ignorado al alma hasta dejarla morir marchita.
Aquel galeno estaba exultante de que su profesión hubiera vencido a la parca, pero esta debía reírse a carcajadas allá donde estuviera, pues su ausencia era la condena más cruel, privándole del simple consuelo de la oscuridad total.
Lloviendo lagrimas por su rostro, pidió al ordenador que abriera la ventana, y se asomó, dejando que sus penas se mezclaran con la lluvia, lo único realmente vivo que quedaba en aquel mundo.
Un salto, un adiós, un grito rasgando el viento, el nombre de su amada estrellado contra el suelo, rechazando la maldición.
Las medidas de seguridad del edificio no pudieron reaccionar a tiempo, y la ciudad quedo conmocionada por el rechazo de su eterno regalo, sin poder comprenderlo, al menos hasta que otra noticia inundo las redes sensoriales.
Sin embargo, sin que nadie estableciera la relación o pudiera explicarlo, por las rendijas entre las placas metálicas, nació una rosa, de hojas imposiblemente marchitas, y tristes, que todos las mañanas era cortada para volver a nacer por la noche.
Recuerdo indeleble de una existencia condenada.
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